Que a primera hora de la mañana te enteres de que mientras estabas saliendo, cenando, o durmiendo, un atentado en Niza, o en cualquier otro lugar del mundo, se estaba llevando por delante las vidas de muchos seres humanos, te aturde, y ya sabes que esa noticia colapsará los medios de comunicación de tu país; que se recrearán en todos los detalles morbosos y en el alcance de todo el dolor colateral que provocarán, en nombre del derecho a la información y que muchas personas se plantarán ante el televisor ensimismadas ante la barbarie, abatidas, rabiosas.
Esta vez ha ocurrido en Niza, otro día fue en París, en Londres o en cualquier otro lugar que nos parece cercano, donde el despliegue de medios de comunicación va a estar presente para llevarnos las últimas imágenes y claro que el corazón sufre, porque los ojos están viendo y marcando la pauta emocional: la identificación con la conmoción y todo lo que se deriva de ese suceso.
Pero, ¿qué ocurre con los atentados de “segunda” o de “tercera” que suceden a diario en nuestra tierra, en otros lugares donde los ojos no ven, y posiblemente el corazón no sufra?
Cada vida sesgada de forma violenta es un atentado no solo en el lugar donde vivimos o ponemos la atención, sino en cualquier otro rincón del planeta donde una luz se apaga violentamente. Seguimos siendo muy imperfectos, seguimos utilizando la perversión para resolver nuestras diferencias.
En cábala decimos que lo que acontece en Malkuth antes se ha programado en las esferas superiores del Árbol de la Vida, y por lo tanto, hay que sanar el origen, la causa, para eliminar la consecuencia. Cuando el ser humano desoye la voz de su conciencia en Tiphereth, todo se altera. No hay ser humano que no pueda tener hilo directo con su Yo Superior, el auténtico, no el que le dicta el dogma que justifica su violencia.
En nombre del Dios interior nadie, en realidad, sería capaz de masacrar; pero en nombre de un dios menor, de una confusión mental, del pretexto de limpieza étnica, o de cualquier otra justificación apocalíptica, el ser deshumanizado aún es adicto a utilizar la fuerza de la sinrazón.
Identificarse con la barbarie no nos alivia, pasar de ella como si no fuese con nosotros, como ocurre cuando ocurre en un país de cuyo nombre no consigo acordarme, tampoco. Todos somos parte de esa nación de naciones que sufre pero, lo fundamental, en mi opinión, es analizar, sanar la causa el origen de este horror que nos lleva a tener que estar repitiendo asignaturas vida tras vida por no haber comprendido cuál es nuestro propósito primordial: aprender a manejar nuestra luz, los atributos del Árbol de la Vida: la fuerza de voluntad, el amor-sabiduría y el conocimiento en todas nuestras acciones.
Quien sesga una vida deberá dársela, nos dicen las leyes de la organización cósmica; y así fue, así es y así será, para que la ley del Talión se interrumpa, para que los verdugos no tengan que sufrir en otra de sus vidas los mismos castigos que infligieron, sino que gracias a la acción amorosa de dar a luz, pueda repararse tanto dolor.
Apresurémonos en perdonar, en mandar pensamientos amorosos a quienes han sufrido y sufren, pero también a quienes utilizan la crueldad para solucionar sus conflictos internos en nombre de un falso o tenebroso profeta o ideal, y para que a ese enemigo fuera no se le ocurra, -por la fuerza de la atracción-, meterse en nuestro interior. Alejémonos de imágenes y noticias que impactan nuestra retina y sacuden violentamente hasta la más pequeña de nuestras células. Sintamos sin crispación que nuestros hermanos seres humanos necesitan nuestra compasión y, más que nunca, nuestra energía amorosa que, como sabemos, viaja a la velocidad de la luz.